Desde el trabajo sistémico y transgeneracional hemos comprobado que la vida de nuestros antepasados llega a través de las distintas generaciones hasta nosotros. Para aclarar ciertos temas personales es importante revisar el árbol genealógico para un psicoterapeuta, pero ahora en la biología también comienza a abrirse paso esta relación con hechos del pasado. El acto de tomar a nuestros ancestros como parte nuestra permite que las creencias y asuntos familiares dejen de interferir en nuestro camino para darnos la fuerza de construirlo con la honra de quien somos.
Toda la información consciente o inconsciente está en nuestro Ser, desde el empaquetamiento más tangible, como nuestro material genético, hasta lo intangible como el campo relacional o campo R. Cada pulso a favor o en contra de la vida es un intento de completar el sistema y continuar la evolución natural del grupo al que pertenecemos.
¿Cómo sabe el ADN humano
dónde colocar sus piezas para crear exactamente un ser humano
particular? No hablamos de un individuo de la especie humana sino a una
persona concreta, hijo o hija de ciertos padres, descendiente de cierta
genealogía. De primera impresión podríamos pensar que la naturaleza
trabaja sobre un cuadro básico de ingredientes, los cuales apenas sufren
modificaciones a lo largo del tiempo. Pero según la investigación de un
par de biólogos canadienses, las historias de vida (hábitos, estados
emocionales, traumas psicológicos) modifican y
otorgan a nuestro material genético un grado extra de precisión.
La historia resumida comienza así: un
neurólogo y un biólogo entran a un bar, toman un par de tragos y hablan
con ligereza de sus respectivas líneas de investigación –al salir han
creado un nuevo campo de la genética. Aunque no lo crean, esto es lo que
les ocurrió en un bar de Madrid a Moshe Szyf (biólogo molecular y
genetista de la McGill University en Montréal) y a su amigo Michael
Meaney, neurobiólogo de la misma universidad.
Desde la década de los 70, los genetistas
saben que el núcleo de las células utiliza un componente estructural de
las moléculas orgánicas, el metilo, para saber qué piezas de información
hacen qué –por decirlo así, el metilo ayuda a la célula a decidir si
será una célula del corazón, del hígado o una neurona. El grupo metilo
opera cerca del código genético, pero no es parte de él. Al campo de la
biología que estudia estas relaciones se le llama epigenética, pues a pesar de que se estudian fenómenos genéticos, estos ocurren propiamente alrededor del ADN.
Los científicos creían que los cambios
epigenéticos se producían sólo durante la etapa del desarrollo fetal,
pero posteriores estudios demostraron que de hecho algunos cambios en el
ADN adulto podían resultar en ciertos tipos de cáncer. En ocasiones los
grupos metilo se ajustan al ADN debido a cambios en la dieta o a la
exposición a ciertas sustancias; sin embargo, el verdadero
descubrimiento comenzó cuando Randy Jirtle de la Universidad de Duke
demostró que estos cambios podían ser transmitidos de generación en
generación.
Szyf y Meaney simplemente desarrollaron una
innovadora hipótesis: si la
alimentación y los químicos podían producir cambios epigenéticos, ¿era
posible que experiencias como el estrés o el abuso de drogas también
pudieran producir cambios epigenéticos en el ADN de las neuronas? Esta
pregunta fue el punto de partida para un nuevo campo en el estudio de la
genética: la epigenética conductual.
Según este nuevo enfoque, las experiencias
traumáticas de nuestro pasado así como las de nuestros ancestros
inmediatos dejan una suerte de heridas moleculares adheridas a nuestro
ADN. Cada raza y cada pueblo, así, llevaría inscrito en su código
genético la historia de su cultura: los judíos y la Shoah, los chinos y
la Revolución Cultural, los rusos y los GULAG, los inmigrantes africanos
cuyos padres fueron perseguidos en el sur de Estados Unidos, o bien una
infancia de maltratos y padres abusivos. Todas las historias que
podamos imaginar están influídas por nuestros antecesores.
Desde este punto de vista, las
experiencias de nuestros ancestros modelan nuestra propia experiencia de
mundo no solamente a través de la herencia cultural sino a través de la
herencia genética. El ADN no cambia propiamente, pero las tendencias
psicológicas y de comportamiento se heredan: así, puede que no sólo
tengas los ojos de tu abuelo, sino también su mal carácter y su
tendencia a la depresión.
Fuente: Instituto Draco
Publicación original en la Revista Discover