Cuando pensamos en la
elaboración del diagnóstico como profesionales de la salud, inevitablemente se
establece un diálogo entre lo objetivo y subjetivo del individuo, de la
relación, de la vida.
Analizando la
definición de diagnóstico diferencial tomada desde una perspectiva médica,
observamos la necesidad de identificar el proceso patológico mediante la
exclusión de otras posibles causas para encuadrarlo correctamente en la
clínica. Para que las hipótesis sean válidas deben tener una consistencia
lógica y fundamentación científica, por lo tanto, la posibilidad de ser
contrastado empíricamente. Hoy en día, recuperando la sabiduría de la
tradición, también se contempla la sensibilidad y experiencia intuitiva como
herramientas no sólo necesarias sino tan importantes como las bases
científicas. En el marco de esta interacción sensible es precisamente donde se
establece el vínculo por un contacto en presente, un contacto desde lo humano
que me acerca y me identifica. Por ello, quizás la clasificación nosológica
pueda ser más un obstáculo que una ayuda en el devenir de la intervención. Si
bien, para la contrastación con otros profesionales es una ayuda, en el momento
de estar frente al individuo que sufre, la interferencia mental debería de
minimizarse para entrar en el código del sentir. En la intimidad, en contacto
con uno mismo, quizás con el sí-mismo, la escucha desde el cuerpo vibrátil,
desde el corazón, que permite iniciar el camino hacia la autenticidad que sana.
Al preguntarme qué es
para mí el diagnóstico en un acompañamiento terapéutico, me surgieron las
siguientes palabras: “El diagnóstico es la visión integrada e individualizada
de la estructura de la personalidad, considerando el modo de pensar, sentir y
actuar del individuo en cuestión frente a su entorno, de modo que permita
concretar la intervención para que en un futuro sea capaz de realizar los
cambios que se propone”. No es necesario compartir la misma visión con otros
profesionales, de hecho, no creo que exista un único modo de enfocar la
elaboración del diagnóstico y en la riqueza de perspectivas es donde
evolucionamos, es donde se nutre y beneficia el paciente. Sin embargo, es
importante el tener una concepción propia desde la que comenzar la indagación,
es decir, tener claro cuál es la concepción personal de diagnóstico.
Todo ser humano tiene
un sistema de creencias que se ha ido forjando al fuego vivo de encuentros y
desencuentros, en la fragua de la vida en grupo. Es precisamente en la relación
con los otros donde nos reconocemos pero también donde perdemos fácilmente la
libertad de ser nosotros mismos. Cada idea que nace y perdura en nuestra mente,
va asociada a un modo de sentir en relación al mundo interno y externo. De esa
suma de ideas y sentires, que son nuestras creencias, se proyectan nuestras
decisiones como flechas que intentan buscar con voluntad un objetivo. En el
proceso, quizás ni la voluntad, ni el objetivo tienen tanta fuerza, pero la
decisión ya está tomada pues la creencia ya forma parte del individuo. Ante tal
situación inevitable, no tiene sentido desesperarse sino escoger bien la
decisión adecuada. Las decisiones pueden ser autopotenciadoras o
autolimitadoras. Como su nombre indica las primeras despiertan y pulen el potencial
humano que disponemos para desarrollar, mientras que las segundas nos acercan
cada día más al guión de vida forjado por el Vulcano que llevamos dentro. En
ese vaivén entre la autonomía y los estados regresivos, podemos intervenir para
redecidir en qué queremos seguir creyendo.
La elaboración del
diagnóstico nunca es concluyente, ya que estamos en continuo cambio y la
postura humilde del terapeuta debe centrarse en la escucha y no tanto en la
constatación de sus hipótesis. La tendencia a confirmar el presupuesto me hace
pensar en un rebusque mental de consulta, un pensamiento y como tal ligado a un
sentimiento al respecto, que puede llegar a parasitar el proceso por la
necesidad de tener un modelo mental sobre el que actuar. Además, detrás de cada
creencia hay siempre una referencia histórica que desencadenó ese pensamiento.
Esto es un mecanismo al que debe estar atento el terapeuta tanto de su paciente
como de sí mismo. Respecto a la evaluación del paciente, observamos la
enfermedad como un fenómeno en continua adaptación. Así, a mayor grado
patológico podemos inferir que la capacidad de adaptación ha disminuido, con el
consecuente dolor y decisiones autolimitadoras. Sin embargo, dentro del sistema
de equilibrio dinámico homeostático que rige la vida, tenemos que tener en
cuenta que la persona está en un determinado estado momentáneo, pero es mucho
más que eso, el Ser va más allá del desequilibrio del momento.
Podría decirse que el
desarrollar un diagnóstico es un continuo devenir entre la observación y la
indagación donde la curiosidad necesita estar siempre presente para descubrir
es estado actualizado del paciente. En realidad, podría tratarse de la simple
descripción sintética de la historia de vida compartida en la intimidad de la
relación terapéutica. Al mismo tiempo, teniendo en cuenta que si por darle
prioridad al diagnóstico se pierde el contacto, dejará de existir la terapia,
como acto de cuidado relacional. En definitiva, será el encuadre lo que
determinará que el flujo de ese devenir adquiera consistencia. Incluso más, el
contrato proporcionará la seguridad por ambas partes de saber en qué dirección
se avanzará, con un propósito y una voluntad claras.
El ritmo de la terapia
es bajo mi punto de vista el gran secreto de un vínculo fuerte y saludable. El
grado de implicación dependerá de la empatía establecida y de la capacidad de
comunicación de la sensibilidad implicada en el proceso. Cuando se encuentra el
ritmo correcto, aparece esa danza de cooperación, sentida, vinculante, donde
los procesos defensivos internos del paciente disminuyen y la esencia de la
persona aflora como un manantial de agua fresca. Pero hasta conseguir ese brote
de agua más clara se han de ir salvando los recovecos que dejaron de permitir
la libertad de acción.
En la práctica clínica
aparecen dos polos bien diferenciados en relación a la falta de control
flexible y consciente, es decir, del control neopsíquico, son la impulsividad y
la sobreadaptación. Al indagar sobre los resultados de tales conductas, de su
fenomenología, la complejidad de las transacciones en la interacción social y
la historia del individuo, aparece el estado simbiótico como medio de
existencia. En este patrón estable pero totalmente dependiente, la
contaminación y exclusión de los estados del yo mantiene al adulto fuera de
acción. El terapeuta, entonces, puede correr el riesgo de entrar en el juego y
acabar por tomar la decisión por el paciente ya que las conductas pasivas no
tienen otro impulso que mantener la identidad simbiótica.
En la impulsividad, la
respuesta más común es la predictibilidad del modus vivendi “yo soy así” evitando
cualquier posible reflexión y el miedo de encontrarse con el diálogo interno
para dirigirse a la congruencia, sin entrenar, de su adulto. Por otro lado,
están la continuidad y la protección que supone mantener ese impulso en un
discurso de “es lo que se espera de mí y así no me atosigan”. Este brote
incesante que aparece en conductas reiterativas es el falso brote que puede
ocultar la afluencia de ese manantial del Ser que se busca en todo proceso de
cambio.
En la sobreadaptación,
el diálogo ente el estado del yo Padre y Niño aparece igualmente marcado,
anulando la intervención del Adulto. En ocasiones, se actúa bajo la norma de
los supuestos sociales y el Padre Crítico toma el control; en otros casos, las
necesidades del otro se viven como más importantes que las propias dando el
poder de control al Niño Sumiso. Es curioso observar estas dos conductas en el
día a día y darse cuenta hasta qué punto se ha llegado a naturalizar, valorar y
premiar. Deberíamos preguntarnos más a menudo si las estructuras sociales que
tomamos como guías nos conducen a nuestra autonomía o nos conducen a la
dependencia. Posiblemente, cuando el modelo de amar que hemos adquirido vaya
adquiriendo mayor libertad, estaremos en una comprensión de la vida más
apropiada, más responsable y consciente.
En síntesis, el trabajo
en el proceso terapéutico es escuchar las creencias, la posición de vida en las
relaciones y el sistema de intercambio de caricias para tener una idea general
del patrón de adaptación desarrollado. El objetivo siempre es llegar a
comprender desde el Adulto, valorando la mejor opción en el proceso de
aprendizaje continuo. Es necesario, también, empatizar con el estado del yo
Niño y ofrecer la comprensión y seguridad que requiera el individuo según se
estructura de personalidad, al mismo tiempo que recactetizar el Padre. El
sentimiento amoroso acompañará la experiencia de catectizar, en la medida en
que es un proceso por el cual algo llega a ser importante para nosotros. Según
esta propuesta, una vez comprendido amorosamente, los valores y normas del
Padre serán cargados con nuestra energía renovada. Sin embargo, no hay que
confundir la catexia con el amar. Ciertamente es mejor amar con sentimientos de
amor y catexia, pero es posible amar sin estos elementos y es ahí donde el
verdadero amor trasciende. La clave es la voluntad de promover el crecimiento
personal, en una cooperación consciente.
La dedicación es la
piedra angular de la relación psicoterapéutica.